Somos autores
apasionados por el cine y la narrativa que en algún
momento nos debatimos entre autopublicarnos, llevar
a cabo una coedición bajo algún sello editorial
o esperar pacientemente a que una editorial de las de toda
la vida llamara a nuestra puerta y nos transmutara con su
alquimia empresarial en una especie de García Márquez
en versión 2.0.
Lamentablemente, como el tiempo de una vida es limitado y
quizá mañana no estemos ya muy presentables,
hayamos abandonado en un recodo del camino nuestras ambiciones
literarias o simplemente éstas nos hayan abandonado
a nosotros, llevándose consigo nuestra alma y tal vez
nuestro cuerpo también, preferimos escribir no vaya
a ser que mañana sea tarde, especialmente dado que
hacer presentaciones y vendernos no es lo nuestro.
En cualquier caso, no dejemos que el destino, circunstancias
personales o idiosincrasia nos conviertan en un sucedáneo
de John Kennedy Toole, el autor de La conjura de los necios
que acabó suicidándose por pura frustración
sin poder disfrutar del éxito póstumo de su
novela.
Si muchos de los grandes escritores contemporáneos
fueron rechazados en sus comienzos por más editoriales
incluso de las que recibieron el manuscrito para su infalible
valoración, ¿acaso nos tendría que desalentar
autopublicar en Amazon o imprimir nuestra obra con la ayuda
de esos ahorrillos que teníamos reservados para una
necesidad imperiosa? ¿No nos alborozamos cuando alguien
adquiere nuestro escrito aunque pensemos que tal vez el muy
infeliz lo haya hecho por error? Pues entonces, ¡escribamos!
Si nuestra obra acaba después en librerías,
en Amazon cual náufrago entre restos de una riada de
inmundicias, o en el armario de esa habitación donde
van a parar las cosas inútiles de las que tanto nos
cuesta deshacernos, no deja de ser un aspecto secundario.
Las hojas de los libros perderán el lustre y amarillearán
y nuestros lectores tal vez ni siquiera den con ellas, pero
el blanco radiante de las ideas pergeñadas en la mente
nos acompañará mientras dure nuestro viaje.
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